jueves, 25 de agosto de 2011

La niña de pelo lacio y piel aceitunada

De como una explosión de azúcar acortó mis distancias

Recordar es una forma de viajar sin esfuerzo y recorrer en segundos, años cósmicos. Aquí en Canadá donde el espacio y las lejanías son infinitas,  a veces las distancias me envuelven, me arropan, me cubren hasta casi hacerme desaparecer. A veces siento que mi otra vida, la de Caracas, se fue muy lejos.

Creo que el mundo, la vida, se va transformando, imperceptiblemente, a cada segundo y si uno no se detiene de vez en cuando a escuchar esas distancias que fluyen, eso que llaman tiempo, pues uno corre el riesgo de que la corriente de la intrascendencia se lo lleve a uno, y cuando uno caiga en cuenta, ya será demasiado tarde.

No sé a que viene esta introducción un poco densa, será que desde el lunes en la tarde, una visión fugaz, una silueta sin rostro  caminando alegremente por la calle, me devolvió un cierto privilegio y también esta reflexión.
Esta es mi “historia mágica” de esta semana.

El lunes pasado, llegando a la casa, después de un pesado día en la oficina, como suelen ser los lunes,  en el semáforo que queda justo enfrente de la “tienda conveniente”, así las llaman aquí, “convenience store”, me detuve en el semáforo para que pasara una “pedestrian”. Me paro siempre, amablemente, porque aquí, a uno hasta le dan las gracias. Casi nunca me fijo en quien cruza, la verdad, pero esta vez era una niña como de unos doce años, de pelo largo, muy lacio y brillante, piel aceitunada y piernas flacas.

Solamente, la vi de espaldas y pensé inmediatamente que no era de aquí, por el colorido de su piel y su manera alegre de caminar. También imaginé que probablemente iba a la tienda a comprar chucherías, tal y como yo hacía de pequeña todas las tardes al llegar del colegio, cuando presurosamente, me quitaba el uniforme morado y blanco, y me iba corriendo al kiosquito a comprar chicle y todas las chucherías que mi presupuesto me permitiesen.

Hasta ahora, nada especial, solo que continué mi camino hacia la casa, pensando en el chicle bomba, chocolate, los caramelos cítricos, y  todas las golosinas que el señor del kiosko me ponía en una bolsita marrón y que antes de llegar a la casa, ya comenzaba a disfrutar. Me encantaba sobre todo la bola de chicle con la que hacía enormes bombas que me reventaban en la cara. Este recuerdo fue como una explosión de azúcar en mi mente.

Al día siguiente, que casualidad, a la misma hora, en el mismo semáforo, volví a detenerme para darle paso a la misma niñita, que despreocupadamente, ni volteó a ver si venía carro.  Y de nuevo, tuve esa explosión que hizo que se derritieran mis imágenes de la oficina, y se me hiciera agua la boca. Volví a verme a mi misma corriendo por la cuadra de Altamira, pasando por el club, y llegando al kiosquito.

Recuerdo hasta las cosas que pensaba cuando caminaba al kiosco.  Mis pensamientos, a veces eran solitarios, y en eso no he cambiado mucho. Mi infancia, a pesar de ser la menor de seis hermanos, aunque alegre, fue un poco sola en el sentido que mis hermanos eran todos mayores que yo, y a los doce anos, mi hermana la que me llevaba menos, tenia ya 18 y por supuesto, otros intereses. Fui la mascota-nieta de mi mama y mi papa, a quienes no les quedaba mas remedio que cargar conmigo a todas partes,  lo cual agradezco enormemente, pues, cada quien en lo suyo,  tuve mucho tiempo para pensar, para curiosear en los libros, para explorar el jardín y ver las hormigas cargando pétalos de flores, para cazar chicharras y trepar árboles.  Hoy en día, los niños creo que están sobre estimulados, y no les dan espacio para disfrutar de sus soledades. Yo de niña, si que disfruté bastante las mías. Dichosa yo.

En fin, el miércoles, decidí que iba a hacer una parada en la “tienda conveniente”, como a veces hago. Salí de la oficina unos minutos antes, a lo mejor así veía a la niña que me hizo  disfrutar de este momento Proustiano.

Miré el reloj, me paré en la puerta de la tienda a ver si la niñita hacia su aparición. Pero no. Así que entré. El pakistaní, como siempre me saludó amablemente, y ya me ba a cobrar el periódico y la leche, que es lo que normalmente compro.

Pero esta vez no fue así, me fui al mostrador y llené una bolsa de chicles, chocolates, gomitas y todos los dulces que pude. No eran los mismas que en mis recuerdos, pero muy similar en cuanto al contenido de azúcar. El pakistaní se extrañó.

Antes de llegar al carro, me metí como cuatro chicles en la boca, uno tras otro, e hice una bomba gigante que se reventó en mi cara, como en mi mente aquel recuerdo.

La niñita de pelo lacio, piel aceitunada y alegre caminar, nunca apareció ese día. O tal vez sí. A lo mejor esa niña era yo.  .

2 comentarios:

  1. una bomba gigante que se revento en mi cara, como en mi mente aquel recuerdo...

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  2. Bonito viaje al país de los recuerdos, lo que lo motivó y el desenlace. Es bueno darse de vez en cuando un capricho y una explosión de chicle me parece uno fenomenal ^^

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