La poética del deporte se
apodera del mundo por dos semanas.
Su estética es poderosa.
Es arte hecho músculo,
nervios, tendones.
Cuerpo y mente, en intangible armonía.
Lágrimas, euforia, risas, frustración,
desaliento, triunfo.
La perfección y el deseo.
Más rápido, más alto, más
fuerte.
Y yo pegada a la televisión,
celebrando las medallas de mi país adoptivo:
Canadá; Gran Bretaña, por lealtad a mi esposo, y por supuesto, Venezuela, el país
de mis afectos y de mis recuerdos.
Y mientras tanto, como
siempre y como el resto de la humanidad, entrenando cada día, para mi olimpiada particular.
Deportes cotidianos de alto
riesgo.
Conversaciones con el jefe.
Waterpolo con granadas.
Estirar el sueldo y las
finanzas.
Esquí acuático en el Salto Ángel.
Lidiar con personas difíciles.
Natación con tiburones.
Golpes, frustraciones,
moretones.
Salto de garrocha sin colchón.
No importa.
Lo importante es mantener la
llama encendida.
Citius Altius Fortius