Una sombra pasó por mi jardín.
Me asomé a la ventana y allí estaba.
Magnífico.
Con su plumaje azulado, su pecho altivo, como
de terciopelo bordado con hilos dorados; su larga cola.
Me miró con sus ojos rojos, como rubíes de
Birmania.
Yo me quedé extasiada e inmóvil, detrás del
cristal, cual estatua de mármol.
Como esa piedra noble donde se apoyan todas mis
fragilidades.
Es el Halcón Peregrino.
Un ave viajera que recorre distancias inmensas.
Dijo un famoso escritor cuyo nombre no viene a
mi mente, que si un ave pasa por tu ventana mientras escribes, ese pájaro se
convierte en parte de tu historia.
Su visita duró pocos minutos.
En breve desplegó sus alas, majestuosamente, y continuó su peregrinar.
En su efímero paso, me regaló sus colores, su solemnidad y me trajo un
mensaje.
Yo me quedé parada un rato frente a la ventana
en un momento de infinita concentración y quietud, y por primera vez me fijé en
mi reflejo.
Mi cuerpo traslúcido pintado de árboles, de río,
nubes y colores de la tarde, y alrededor mi imagen de vidrio, mis objetos
cotidianos.
Un patito de goma. Unos tacos de madera.
Un hipopótamo egipcio.
Un águila, un torito, una llama, un jaguar, un
camello, un oso polar, un león de jade, un caleidoscopio.
Ese otro jardín, el de mi casa, objetos amorosos
que Su piel alguna vez rozó, reflejados dentro y alrededor de mi cuerpo de cristal.
Mi reflejo, mis recuerdos, mi historia.
Mi peregrinar que continúa, con y sin Él,
por esta, mi particular Ruta de la Seda.
Y, en fin, después de esta experiencia fugaz detrás
y dentro del cristal, regresé a lo mundano.
Me serví una copa de vino, me senté en mi
Punto Fijo (así llamaba mi mamá a su poltrona y ahora yo a la mía) a disfrutar este
gran telegrama celestial que me trajo el Halcón Peregrino y también para celebrar
que este es mi Post número 350. ¡Salud!
Gracias a mis escasos pero consecuentes,
amables y atentos lectores. Siempre agradecida por su presencia en mis líneas.