sábado, 24 de febrero de 2024

CERTEZAS

 



“El conocimiento 

es navegar en un océano de incertidumbres

 a través de archipiélagos de certezas.”


(Edgar Morin, filósofo francés)

 

Hoy me tocó tomar una decisión importante en tiempo récord.


La gente atrás de mí comenzaba a perder la paciencia.


Pero yo, ávida de llegar a esa playa de certezas y no naufragar en mis propias incertidumbres, no podía darme el lujo de equivocarme.


Me propuse analizar, en microsegundos, los pros y contras de cada propuesta.


Exploré en detalle sus potenciales repercusiones.


Las volteé para arriba y para abajo, para sopesarlas desde cada ángulo posible.


Hice un gráfico en mi mente, comparé mis propias estadísticas.


La gente a mi alrededor daba muestras de inquietud.


Creo que es contraproducente que exhiban justo antes de la caja registradora del supermercado un estante con todas las variedades posibles:


Oscuro con avellanas enteras, oscuro con mazapán, de leche con almendras, de leche con coco, de leche con nueces y ron jamaiquino, blanco con pedacitos de galleta, en fin…


Sí, chocolates. No es justo.


Al final olvidé todo lo anterior y decidí irme por el que sugería mi corazón.


Elegí el que me guiñó el ojo, chocolate blanco, dulcísimo, con sabor a mango y parchita (la marca es Ritter Sport, por si lo dudan)


Pagué la compra y hasta la cajera dio un suspiro de alivio.


Llegué a mi casa y me senté a disfrutar de mi manjar.


Con razón decía mi amado esposo, que las decisiones tomadas con la mente y la razón pueden conducir a buenos o malos resultados, pero las decisiones que se toman con el corazón, como la que unió nuestras vidas, producen resultados gloriosos.


Allí quedé yo, saboreando mi celestial chocolate, en las playas doradas del archipiélago de mi mayor certeza: el amor.

martes, 13 de febrero de 2024

NÓMADA

 


 

Persona que carece de un lugar estable, anda en camello y se dedica al pastoreo.


Creo que el significado de esta palabra ha cambiado.

Hace poco escuché el término “nómada digital”.


Dícese de quienes trabajan de forma remota, lo cual les permite desempeñar sus ocupaciones desde cualquier lugar del mundo.


Es decir, laboran en lo que les apasiona, tienen una buena remuneración y se lanzan a descubrir el mundo. No suena nada mal realmente.


Me pareció bastante interesante esa nueva dinámica que muchos han adoptado como un estilo de vida y me puse a reflexionar en mi extensa vida laboral, la que me trajo a este bello país Canadá, y en mi actual estado de vagancia, o más bien “ocio cultivado”, como diría Oscar Wilde.


Entonces, observando mi cotidianidad en esta tierra de horizontes infinitos y cielos vivos, concluí que yo también soy nómada.


Amanezco cada día en un lugar diferente, gracias a la luz.

Ya no soy ‘calienta sillas”, mi oficina actual es móvil, una roca, un tronco, un banquito, mi cama, mi butaca.


Tengo conversaciones muy productivas conmigo y con mi entorno. Intercambios apasionados, poéticos, caóticos incluso. Muchos de ellos ocurren en silencio.


Mi trabajo remoto es muy interesante pues tengo que mantenerme muy atenta. A veces encuentro tesoros, como una pluma de faisán, una nube en forma de colibrí, una hormiga en febrero.


Mis jefes, las montañas, el río, el viento, me invitan cada día a encontrar la paz interior.


Y sobre el salario, debo decir que mi corazón está muy bien remunerado. 


Tanto, que, en las arcas de mi vida errante, hay lugar para la melancolía, la pérdida, la ilusión, la alegría. Al final todas son formas de belleza.


Pues bien, la vida me llevó finalmente al trabajo perfecto.

Concluyo que todos somos un poco nómadas, no digitales.


Nómadas de un camino que cambia en cada curva.


Nómadas de nuestra frágil e impredecible existencia.       

jueves, 8 de febrero de 2024

TIC TAC


 

Regresé de mi viaje de fin de año una madrugada gélida del mes de Enero; 2 am, -25 grados centígrados, toneladas de nieve.


Un verdadero contraste para mi sistema.


Al abrir la puerta de mi casa, respiré aliviada, todo en orden.


Prendí una lucecita, me deshice de las maletas, abrigo y cartera, desesperada de darme un baño y después irme a “misa” (mi sabrosa cama, parafraseando a mi sobrino catalán).


Los días de viaje son aturdidores, la multitud, turbinas, micrófonos; trauma acústico, como diría mi padre otorrinolaringólogo.


La paz de mi hogar fue mi mejor bienvenida.


Me senté un rato en mi butaca a darme ese tan deseado baño, pero de silencio.


El bullicio del mundo cesó por un brevísimo instante.


De pronto, un sonido inusual en mi casa, al menos uno del cual no me percato a menudo. Un tímido y cadencioso, tic tac, tic tac, tic tac…


El persistente tintineo, por llamarlo de alguna manera, procedía de mi reloj de pared.


Traté de ignorarlo, pero de pronto me pareció más aturdidor que todos los ruidos de mi día juntos.


Subí a mi cuarto y cerré la puerta.


Ya mañana me ocuparía del irritante reloj.


El más ensordecedor de los silencios, el implacable:


El tiempo.


Tic tac, tic tac…