Decidí hacer un
crucero por la Grecia continental y sus islas.
Recorrí el Peloponeso, Quíos, Ítaca, Argos, Atenas
y junto a esos lugares esplendorosos, también me paseé por su lírica y su prosa.
El viaje duró casi catorce siglos: desde el 800
a. de C. hasta el 529 d. de C, ya entrado el período romano.
Todo esto fue posible gracias a un día de
invierno, el primero de esta temporada he de decir, donde no cesó de nevar
desde la madrugada hasta la noche.
Mi pasión por cultivar el ocio me condujo a un
rincón olvidado de mi biblioteca y allí hallé los cinco tomos del “Consultor
Estudiantil: Historia de la Literatura.”
Así comenzó mi periplo griego y confieso que
naufragué.
Demasiados lugares, demasiados autores, algunos
conocidos para mí como Homero, Esquilo, Sófocles, Leucipo, Heráclito (aquel que
dijo que no es posible bañarse dos veces en el mismo río, pues cada instante es
agua nueva.)
Otros desconocidos, como Teócrito de Siracusa.
Agatárquides de Cnido o Aristarco de Samos.
Pero curiosamente, encontré un hilo conductor
que creo no ha cambiado mucho desde el 800 a. de C. hasta nuestros días.
La evolución del espíritu humano es una
búsqueda constante, una desesperada necesidad de encontrar respuestas y
verdades ante lo que describe un pasaje del libro como “la embrutecida
realidad”.
Al final resultó una productiva manera de pasar
un día invernal, aunque probablemente se me va a olvidar casi todo lo que leí.
Pero esta travesía trajo a mi memoria algunos personajes
que sí recordaba, como Pitágoras de Samos, Tales de Mileto y Platón de Albóndigas.
Risas y disculpen el chiste malo.
Después de todo, los griegos también inventaron
el género de la “comedia” (inspirado en las fiestas dionisíacas) y el buen
humor siempre estará vigente.
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