Se aproxima la
Navidad.
Las luces y decoraciones llenan las calles, las
casas, las vidrieras.
Se escuchan aguinaldos, los centros comerciales
están a reventar.
El ambiente festivo se adueña del mes de
diciembre.
Pero, sobre todo, los niños sueñan.
Confieso que hoy en día, esas ilusiones
infantiles son mi principal motivación.
Por ellos es que cuelgo las botas en mi
chimenea, saco mi nacimiento de osos, mis soldaditos del cascanueces, mi
Rudolph, mis duendes.
Hasta desempolvo mi cuatro para cantar con
ellos aguinaldos venezolanos, el “Burrito Sabanero”, “Si la Virgen fuera Andina…”
Pero también he de confesar que celebro otra
Navidad mucho más callada.
Debo decir que ambas, la ruidosa y colorida,
junto a la íntima y silenciosa, se entrelazan, se expanden y quizás hasta se
embellezcan mutuamente.
Es allí, en ese otro rincón interno, un espacio
poético tal vez, donde decoro mi muy personal arbolito.
Cada ornamento de mi secreto árbol de Navidad
es una persona que quizás ya no está, pero continúa en presencia gloriosa, una
risa, una lágrima, un recuerdo.
Al pie de ese árbol coloco mis regalos y enciendo
una estrella radiante en mi corazón.
En ese instante, pasado y presente se
encuentran y resplandece toda mi estancia, esa morada donde el amor sabe
agazaparse.
Así disfruto cada noche de mis silenciosas
fiestas navideñas, junto a mi muy dignificada soledad.
Mientras tanto, en el bullicio, me preparo para
celebrar los sueños de mis niños, con alegría, música y nuestras tradicionales
hallacas.
Y como es tradición, desde tiempos ancestrales,
el 25 de diciembre amaneceré bailando aquel clásico de nuestras navidades
caraqueñas interpretado por la orquestra Billo Caracas Boys:
“Navidad que vuelve, tradición del año, unos
van alegres y otros van llorando…”
Les dejo el enlace para que vayamos
practicando.
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