El recinto
estaba a reventar.
Tan repleto que
tuvimos que sentarnos en un rincón en el suelo.
Los niños,
entre ellos mi nieto Tomás, de 8 años, comenzaron a formarse en el borde del
enorme rectángulo blanco.
Todos vistiendo
sus impecables “dobok”, así se llama el uniforme.
Se trataba de
una sesión donde los alumnos tendrían que mostrar sus habilidades de Taekwondo
para pasar a un nivel más alto, con el merecido cambio de color de cinturón.
El Taekwondo es
una de las artes marciales más antiguas. Su origen es coreano y se considera
como el más elevado arte de defensa personal.
Los niños
comienzan sus rutinas, siguiendo los comandos que les da el Maestro. Los
niveles de concentración son enormes, la coordinación perfecta entre patadas y
movimiento de brazos.
Investigando
para esta crónica aprendí que Tae se refiere a pie, Kwon es mano
y Do significa arte: Taekwondo. Disciplina que exalta los conceptos de integridad,
perseverancia, autocontrol y cortesía.
Llega el
momento más estresante, la prueba final para graduarse de cinta. Cada niño
tiene que partir una tabla con una patada certera.
Algunos la
rompen a la primera. Otros necesitan de varios intentos, y cuando aciertan,
estalla una inmensa ovación.
El Maestro,
los motiva, los anima, les refuerza la confianza en sí mismos.
El mundo
pareció transcurrir en cámara lenta cuando le tocó a Tomás su turno. Rompió la
tabla con enorme técnica y elegancia, e hizo una reverencia al profesor con el subsecuente
Kamsahamnida, gracias en coreano.
Miré hacia las
gradas mientras aplaudía emocionada y fui tocada por un instante de gran
belleza.
Padres,
abuelos, hermanos, todos vitoreando a los suyos y a los demás, con emoción y
orgullo en sus rostros.
Una gran
sonrisa colectiva.
Pero lo más inspirador
fue encontrar, en los ojos de cada niño que salía con la tablita partida en dos,
esa mirada de determinación, de triunfo, de espíritu indomable.
Más que una
clase de artes marciales, una tarde jubilosa y llena de agradecimiento.
¡Kamsahamnida!