lunes, 24 de marzo de 2025

Kamsahamnida

 



El recinto estaba a reventar.

Tan repleto que tuvimos que sentarnos en un rincón en el suelo.

Los niños, entre ellos mi nieto Tomás, de 8 años, comenzaron a formarse en el borde del enorme rectángulo blanco.

Todos vistiendo sus impecables “dobok”, así se llama el uniforme.

Se trataba de una sesión donde los alumnos tendrían que mostrar sus habilidades de Taekwondo para pasar a un nivel más alto, con el merecido cambio de color de cinturón.

El Taekwondo es una de las artes marciales más antiguas. Su origen es coreano y se considera como el más elevado arte de defensa personal.

Los niños comienzan sus rutinas, siguiendo los comandos que les da el Maestro. Los niveles de concentración son enormes, la coordinación perfecta entre patadas y movimiento de brazos.

Investigando para esta crónica aprendí que Tae se refiere a pie, Kwon es mano y Do significa arte: Taekwondo. Disciplina que exalta los conceptos de integridad, perseverancia, autocontrol y cortesía.

Llega el momento más estresante, la prueba final para graduarse de cinta. Cada niño tiene que partir una tabla con una patada certera.

Algunos la rompen a la primera. Otros necesitan de varios intentos, y cuando aciertan, estalla una inmensa ovación.

El Maestro, los motiva, los anima, les refuerza la confianza en sí mismos.

El mundo pareció transcurrir en cámara lenta cuando le tocó a Tomás su turno. Rompió la tabla con enorme técnica y elegancia, e hizo una reverencia al profesor con el subsecuente Kamsahamnida, gracias en coreano.

Miré hacia las gradas mientras aplaudía emocionada y fui tocada por un instante de gran belleza.

Padres, abuelos, hermanos, todos vitoreando a los suyos y a los demás, con emoción y orgullo en sus rostros.

Una gran sonrisa colectiva.

Pero lo más inspirador fue encontrar, en los ojos de cada niño que salía con la tablita partida en dos, esa mirada de determinación, de triunfo, de espíritu indomable.

Más que una clase de artes marciales, una tarde jubilosa y llena de agradecimiento.

¡Kamsahamnida!

 

HUELLAS

 


Anoche nevó.

No es inusual en marzo, pero a estas alturas del invierno uno dice: ¡Basta ya! Prometo que será la última vez que mencione el frio y el invierno por una buena temporada.

Me fui temprano a pasear a la perrita Panda que estoy cuidando estos días, quizás algunos la recuerden.

No había ni un alma en la extensa pradera, pero mi sensación de soledad se vio cuestionada por la cantidad de huellas en la nieve.

Sentí que me encontraba en medio de una multitud invisible.

Había pisadas de todo tipo; humanas, caninas, de venado, de ganso y hasta de conejo; he aprendido a identificarlas. Gracias a Dios no había de oso, esos apenas se están despertando de su larga hibernación.

Las huellas convergían, divergían sin orden ni patrón, labrando improvisadas pinceladas en la blancura del lienzo.

Un mapa de presencias.

Recordé un artículo que escribí hace casi 19 años cuando nos mudamos a Canadá y que le dediqué a mis compatriotas venezolanos y compañeros de trabajo, se llamaba justamente así “Huellas en la Nieve”, y hablaba de ese legado que vamos dejando a nuestro paso, honesto, profundo, alegre, esencia de nuestro gentilicio.

Panda y yo terminamos la caminata en silencio.

Y hasta allí habría quedado esta historia aburrida, si no fuese porque, al final de la tarde, volvimos al parque para la segunda caminata del día.

La nieve se había derretido y con ella las huellas del invierno.

Ante nosotros un charco luminoso.

Me provocó chapotear en el pozo que anunciaba la ansiada primavera y hacer una danza de agradecimiento.

Me contuve para no parecer una vieja loca.

Panda y yo terminamos nuestro paseo de la tarde con un gozo en el corazón.

Los primeros brotes de esperanza, digo, de verdor, ya comienzan a asomarse.

 

En las profundidades del invierno,

finalmente aprendí que en mi interior

habitaba un verano invencible.”

Albert Camus

 

 

LA ARDILLA

 



La ardillita estaba entretenida abriendo una nuez, sin importarle más nada a su alrededor.

Son pequeñitas, pero increíblemente ágiles y yo diría inteligentes.

En estos tiempos en los cuales, a veces uno no puede evadir lo que sucede en nuestro mundo al revés, pues ahí me quedé, terapéuticamente, mirando a la ardilla por un buen rato.

Volví a casa dispuesta a trabajar en un poema infantil, una asignación para una revista inglesa llamada “Caterpillar”; pero claro antes de comenzar, no pude evitar revisar las noticias del mundo.

Salí espantada, como siempre.

Necesitaba “limpiar el paladar” antes de volver a mi tarea poética, así que no sé si por destino o azar, o el internet que a veces lee nuestros más profundos pensamientos, me topé con un poema de Ralph Waldo Emerson llamado “La Montaña y la Ardilla”.

No fue casualidad que acababa de extasiarme mirando a una ardillita devorando una nuez. Lo que sucedió a continuación resultó escalofriante.

El poema comienza con una discusión entre la montaña y la ardilla.

La arrogante cumbre llamó a la ardilla “Pequeña mojigata” (Little prig, en inglés)

Y por ahí se fueron.

La ardillita le contestó: “Sin duda eres enorme…y creo que no es una vergüenza ocupar mi lugar, aunque no sea tan grande como tú …”

Como comprenderán, este hallazgo fue mucho más que una contemporánea coincidencia.

Ralph Waldo Emerson (1803-1882), poeta norteamericano, nunca imaginó la vigencia de su poema en estos días.

Me asomé a la ventana para ver si por ahí estaba la ardillita y darle las gracias por su tremendo coraje e inspiración.

Claro, ya no estaba.

El poema, creo que más bien una visionaria fábula, termina con estas sabias palabras de la ardilla:

 

“Los talentos difieren;

todo está bien y sabiamente planteado.

Si no puedo llevar bosques a mis espaldas,

tampoco tú sabes cascar una nuez.”

 

Ahora sí estoy lista para sentarme a escribir mi poema infantil, quizás incluya a una ardillita corriendo por ahí.

lunes, 3 de marzo de 2025

LA GUAYABA

 


Cerré los ojos y dejé que su dulzor se deslizara por mi garganta y por mis recuerdos.

En el jardín de la casa de mi infancia había dos matas de mango, una de cambur, un árbol de aguacate y uno de guayaba.

También surgían trinitarias y rosales que regalaban sus aromas. Al fondo, una pared cubierta de Riqui Riquis donde los colibríes iban a beber.

A mí como niña, toda esa exuberancia me resultaba “normal”.

Hoy en día, después de una breve convalecencia, cuando el termómetro se desploma y marca -20° C y la nieve cubre con su manto luminoso mi paisaje canadiense, recordar aquel idílico vergel me resulta extraordinario.

Y todo gracias a un cartón de jugo de guayaba que me regaló una buena amiga.

Ni sabía que se conseguía en estas árticas latitudes, pero sí y, además, marca Del Monte (“No compre del montón, compre Del Monte”, vino a mi mente aquel comercial)

Mientras me extasiaba con la bondad y “el olor de la guayaba” (también regresa a mi memoria el título de ese libro sobre Gabriel García Márquez), me fugué en un viaje lleno de verdores, fragancias, turpiales y guacamayas.

Desde la distancia, pude ver a esa niña inquieta, explorando, trepando por las ramas, corriendo por el jardín que la vio crecer.

Una parcela de ensueño, un lugar de abundancia.

Volví a la nevera y me serví otro vaso lleno de trópico, de fruta picada por los pajaritos, de mi mamá pintando sus rosas pálidas en el caney.

Son mis raíces que hoy en día se trepan por las ramas nevadas de los majestuosos pinos.

La verdad aparte de todas las bondades nutritivas de la guayaba (fuente de casi todo el abecedario de vitaminas), su “realismo mágico” va mucho más allá.

Después de una breve visita de mantenimiento al quirófano: sopa de pollo, y yo agregaría, jugo de guayaba para el alma.

Como lo recetó el doctor.

HOCKEY

 


¿Qué hago yo viendo un partido de hockey?

Cuando uno se muda de país, no solo cambia el idioma, el paisaje, el clima y la vegetación; también se transforma la iconografía deportiva.

Crecí en una familia de seis hermanos y en mi casa se veían todos los deportes, fútbol, béisbol, tenis y hasta boxeo.

Bueno, todos menos hockey.

Ese lo descubrí aquí en Canadá.

Recién llegada, a mi esposo y a mí, la compañía para la cual trabajábamos nos invitó, VIP, a un juego de hockey en el “Saddledome”, el estadio de la ciudad.

Yo disfruté mucho del ambiente, la cervecita, la fanaticada vitoreando a los Calgary Flames, el equipo local, mientras grandes llamaradas surgían en el escenario al grito de ¡Gol!

Recuerdo le dije a mi esposo, “lo malo es que no veo la pelota”. Me respondió, “es que no hay pelota, sino un disco pequeñito llamado puck”.

El caso es que hace una semana, el jueves 20 de febrero a las seis de la tarde hora local, todo un país hizo silencio.

Se escuchaba solo el sonido del acero sobre el hielo, splash, splash, y los clak, clak, de los palos de hockey chocando entre sí. Entiendo perfectamente por qué en Venezuela no es muy popular este deporte, con nuestro temperamento, eso de competir con un palo en la mano es como peligroso.

El juego iba empatado, 2-2, habría que jugar extra-tiempo y el ganador se definiría con un gol de oro.

Mis nervios no soportaron más y apagué el televisor.

De pronto, un estruendo ensordecedor se hizo sentir.

¡Gol de Canadá!

Ganamos 3-2 la final de hockey de la Copa de Naciones que disputaba Canadá versus Estados Unidos.

Estalló la llamarada del regocijo (y alivio) en todo el territorio del país.

En estos tiempos bizarros y amenazantes que corren, este triunfo representó mucho más que una victoria deportiva.

Y es que el deporte es determinación, nobleza y coraje.

Tres virtudes que describen muy bien a mi país adoptivo.

De ahora en adelante seré fanática de hockey, al menos ya sé que no hay pelota sino puck.

 

HIPNOSIS

 


Sucedió en el club de playa al que solía ir con mis padres cuando era niña.

Tendría yo unos ocho años cuando llevaron a un hipnotizador, creo que lo llamaban “El Tercer Ojo”.

El cine se llenó de gente, claro a los niños no nos dejaban entrar, pero yo presencié todo por un huequito.

No entendí nada de lo que dijo el hipnotizador, pero recuerdo con claridad que, al terminar de hablar, llamó al escenario a los que habían quedado “hechizados’ por decirlo de una manera.

Recuerdo que les daba órdenes, que ellos obedecían. Hace frío, y todos tiritaban. Hace calor, y se quitaban la ropa. Hay ratones, y se subían a las sillas y hacían como si los espantaran como una escoba.

Por definición la hipnosis, ese estado alterado de la mente, también llamado trance, es una condición humana que implica una atención enfocada y una capacidad mejorada de responder a la sugestión. Hoy en día se utiliza con fines terapéuticos.

Nunca en la vida lo he considerado, pero me interesó esa forma de comunicación por medio de la palabra para lograr sensaciones de seguridad, de consideración, de cuidado, de deleite.

Como he estado un poco preocupada los últimos días, debido a esos “obstáculos en la vida que son la vida”, decidí comenzar una sesión de hipnosis.

Me dejé llevar por las palabras lentas, cadenciosas, intensas.

En pocos segundos caí en trance.

El hipnotizador comenzó a darme comandos, igual que en mi recuerdo de infancia.

-      No existe el tiempo, diviértete con él, me dijo.

-      No existen las distancias, salta a nuevos continentes, continuó.

-      Hay puentes entre el cielo y la tierra, crúzalos cuando quieras.

-      Desafía la historia, las lenguas ancestrales, los abismos.

Cada orden me transportaba a un recuerdo, a un deseo, a una caricia, a un amor, a un beso.

Mi hipnotizador, que por cierto se llama Coleridge, chasqueó los dedos y terminó con estas palabras:

“El barco se ha quedado de repente en una calma.”

Igual que yo.

Salí de mi trance y cerré mi libro de poemas, mi tercer ojo: Poetas Románticos Ingleses.

martes, 11 de febrero de 2025

IKIGAI

 


Me regalaron un pañuelo japonés.

Una prenda exótica, de fino algodón y pintada a mano.

Desde que deslicé la delicada tela por mi cuello, no he podido quitármela de encima.

No sé si fue el diseño del artista, que quiso plasmar un jardín idílico lleno de colores en movimiento o la puntada exquisita que lo remata, pero el pañuelo me cautivó.

Creo que inconscientemente le concedí propiedades holísticas, una especie de talismán. Adopté este preciado obsequio como amuleto de buena suerte.

Los últimos días, si no lo lucía en mi cuello, estaba en mi sombrero o en el asa de mi cartera; y yo andando por la vida feliz, con optimismo y protección.

Hasta que una tarde, después de mi diaria caminata, descubrí que mi pañuelo no estaba.

Volví tras mis pasos. Nada.

Revisé la casa entera. Nada.

Misterio.

Me acosté a dormir con un dejo de tristeza y temor, como si la suerte me hubiese abandonado.

Febrero es el mes en que atacan eso que aquí llaman los “blues”, también lo llaman SAD (Seasonal Affective Disorder) que produce falta de motivación y cansancio.

Lo que pasó a continuación no lo van a creer.

En el medio de mis melancolías, me asomé a la ventana y vi a un halcón peregrino posado en la reja de mi jardín. No me extrañó porque a veces vienen a cazar ratones, pero esta vez me fijé que traía algo en su pico.

Les dije que no me lo creerían. Era mi pañuelo japonés.

Juraría que estaba soñando, pero no.

Abrí la puerta y el halcón se espantó.

Allí, al pie de la reja, estaba mi pañuelo, mi suerte.

Feliz de recuperar mi talismán, me fijé por vez primera en una palabra manuscrita, en kanji y caracteres occidentales, en una esquina de la tela.

生き甲斐 /IKIGAI

Procedí a investigarla.

Ikigai: Concepto japonés que se refiere al propósito o razón de vivir.

Pues sí, pensé, puede que la suerte se extravíe a veces, pero regresa, con razones para vivir repotenciadas.

A mi halcón peregrino le dije:

¡Arigato!