Aparece en lugares insólitos justo por esta época.
Es una llave
antigua, pesada y oxidada. Otro “cachivache” que he ido atesorando a lo largo
de mis aventuras por el mundo.
Me pregunto ¿A
qué misterioso castillo habrá pertenecido? ¿Qué enigmáticas puertas habrá
abierto en la antigüedad?
Esta vez
decidió presentarse ante mi umbral, ahora, cuando la blancura universal del
invierno canadiense se adueña del paisaje y de nuestras frágiles almas
tropicales.
Después de
tantos años en este maravilloso país he aprendido a abrazar la belleza de cada
estación del año, así que metí la llave herrumbrosa en mi bolsillo y no obstante
los -11 grados centígrados afuera, salí a caminar.
Me interné en
el paisaje cristalizado, un mundo silencioso y mágico.
Parecía que el
tiempo se hubiese detenido y me regalase un escenario para soñar.
Concluí mi
paseo y mis idealizaciones.
Llegué a casa e
instintivamente, metí la misteriosa llave en la cerradura, una pequeña
confusión, quizás debida a mis pensamientos congelados.
Para mi
sorpresa, el cerrojo crujió con un rechinar de tiempo.
Ante mis ojos,
un lugar muy familiar, claro, mi hogar, pero me recibieron rincones no antes
vistos o poco transitados, escaleras de caracol, pasadizos secretos, tesoros.
Con inusitado
placer me dediqué a explorar estos recovecos de mi propia morada.
Me asomé por la
ventana y al contemplar el gélido panorama, pude sentir con mayor intensidad el
calor del nido.
Sí, esa llave vieja
que se me presenta al comienzo del invierno es la que abre mis más recónditos e
introspectivos escondrijos.
Es el invierno,
que me invita a reflexionar, a mirar hacia adentro.
Agradezco a la
enigmática llave por conducirme a la puerta de mi verdadera estancia, mi refugio
interior.
Aquí
permaneceré por los meses que se avecinan, acurrucada en mi caparazón,
estrechada en mí misma, junto al bienestar de esa ardiente llama que
proporciona inagotable felicidad.
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