El viernes pasado
me lancé en caída libre y volé.
Era un regalo de
mi hijo y su novia, y como siempre digo, uno nunca puede rechazar un gesto
amable. Aunque este implique salirse un poco de eso que llaman “zona de confort”.
Y bien, nos
fuimos los tres, nos disfrazaron de astronautas, nos dieron una lección de vuelo
en cinco minutos y el resto es historia.
Me lanzaron en
un túnel de viento vertical para experimentar eso que se siente en un “skydive”.
Lo raro es, que
lo disfruté.
Lo raro también
es, que no lo hice tan mal.
Y lo más raro
es, que aprendí algo.
Después del
pesaje, exhaustivas preguntas de salud y video de instrucciones, pues me encontré
ante el umbral.
Ese lugar donde
ya no hay regreso.
O saltas o
saltas.
Como dicen: ¡salta!,
la red aparecerá (jump! the net will appear). (esto aplica a casi todas las
situaciones en la vida)
En esa fracción de segundo tomé la decisión más
trivial: confiar, entregarme y relajarme.
Y así lo hice.
Y volé.
El instructor
me dio un “thumbs up”, me relajé y hasta cerré los ojos.
Ingrávida, di
vueltas, floté.
La experiencia
dura sólo unos minutos.
Después, de
vuelta a la realidad entre risas y congratulaciones.
Y un cierto
orgullo.
Mañana, después
de un lindo fin de semana largo, empiezo de nuevo mi semana laboral. Es un
nuevo y estresante trabajo. Pero, después de esta experiencia de volar,
he decidido replanteármelo.
Confiar, entregarme y
relajarme, como ante ese umbral que antecede al vuelo.
Así comenzaré mi
semana.
Al final, como
que la vida es una larga lección de vuelo.
PD: Gracias a
mi querido hijo Santiago y su bella Alba por regalarme esta experiencia.
Pues sí que fue una bonita experiencia, me alegro mucho.
ResponderBorrarUn abrazo.
Gracias Rafael, tenia tiempo sin escribir y bueno, esta experiencia me inspiró una breve reflexión.
BorrarUn abrazo grande.