jueves, 29 de mayo de 2025

FUGA

 


Me tropecé por casualidad con esta palabra.

Hoy la traigo sin el contexto de evasión.

Tampoco en su significado de deserción o abandono, como indica la Real Academia.

La menciono con sentido de rebeldía.

Sin pretender hacer una disertación filosófica, creo que la historia de la humanidad es una constante fuga.

Ejemplos hay muchos.

Astrónomos como Copérnico o Galileo, quienes se rebelaron ante las teorías de sus tiempos.

Cartógrafos, como Ptolomeo o Mercator, también se insubordinaron ante los conceptos de sus épocas y revolucionaron la manera de hacer mapas.

Pintores y escultores se amotinaron contra los cánones de la belleza tradicionales, elevando las artes a infinitas nuevas dimensiones.

Pareciera que fugarse de las formas rígidas, es una manera de crecer y sin estos actos de extrema rebeldía, la historia de la humanidad sería francamente aburrida.

Inmersa en esta reflexión me pregunté, ¿y cuál será mi manera de fugarme?

En mi caso, quizás sí se trate de una especie de evasión pues no creo pueda revolucionar ni el polvo del camino. Pero ciertamente, con frecuencia huyo a mi planeta particular, el de mis soledades, el de mis ensoñaciones.

Desde allí invento nuevas constelaciones, elaboro mapas sin ningún destino, dibujo imperfectas perspectivas; claro, sin esperar romper ninguna barrera del conocimiento universal, ni descubrir la quinta dimensión o pata del gato.

Pero sí, intento fugarme a diario de la mediocridad, de la indiferencia del mundo, de la “voluble existencia cotidiana”, como bien lo expresó Luigi Pirandello (Premio Nobel de literatura 1934), precursor del teatro del absurdo, otro alzado.

En fin, mis insubordinaciones son realmente irrelevantes, pero los grandes de la historia, sea en el arte, la música y las ciencias, sí que nos han dejado sus estelas de virtuosismo, para después fugarse en la gloria.

Para terminar, me fugo de estas líneas con una muestra sublime que creo ilustra musicalmente el punto:

Tocatta y Fuga en Re Menor, de Johann Sebastian Bach.

 

https://youtu.be/ho9rZjlsyYY

MONUMENTOS

 


Algunos hay que escalarlos, como las pirámides de Teotihuacán o Chichén-Itzá.

Otros se recorren con asombro histórico, como el Coliseo Romano o la Acrópolis de Atenas, también con curiosidad romántica como el Taj Mahal.

Pero estos a los que me refiero, se erigieron ante mis ojos desde que era niña y se vinieron conmigo cuando emigré a Canadá.


Desde la biblioteca de mi infancia me miraban, con sus azules, dorados y amarillos. Son en total quince monumentos de arquitectura perdurable.


Se trata de una antigua colección de autores galardonados con el Premio Nobel, publicados por la editorial Aguilar. Llevan años durmiendo en lo alto de mi actual biblioteca y esta semana, por razones desconocidas, me invitaron a recorrerlos.


Me aproximé con humildad, conociendo mis limitaciones literarias, sin muchas expectativas. Solo quería acariciar sus páginas apergaminadas y amarillentas y si acaso rozar algún momento resplandeciente de estos insignes escritores.


Así lo hice y me fui paseando, sin tiempo, por algunos grandes que recordaba como, Yeats, Faulkner, Mann, Juan Ramón Jiménez, aquel de “Platero es pequeño, peludo y suave, tan blando por fuera, que se diría todo de algodón…”

Confieso que muchos me resultaron desconocidos y todavía estoy por explorarlos, como el ruso Ivan Bunin (Nobel 1933) o el sueco Verner von Heidenstam (1916), entre otros, así de vasta es mi ignorancia.


Pero a lo que voy, es a la fascinación que me produjo, no solo redescubrir estos tesoros de mi infancia, sino pasearme por sus avenidas y descubrir una expresión de lo inefable, una revelación interior, iridiscencias más allá de los conceptos.


Verdaderos monumentos a ese instante de regocijo que ilumina el alma del lector.


Me reverencio ante las palabras que reflejan los valores y la excelencia de quienes conceden el Premio Nobel “a la humanidad por sus mayores contribuciones.”


Por ahora voy a dedicarme a pulirme y así sea leerme los prólogos de cada uno y pasar mis manos por la seda de sus páginas, a ver si aprendo algo.

lunes, 12 de mayo de 2025

SED

 


“Me gusta comer con hambre y beber agua con sed…”

Así dice el coro de una canción popular venezolana interpretada por esa voz prístina de Cecilia Todd.

Ciertamente bebo con sed y avidez un gran vaso de agua cuando regreso de subir la cuesta que conduce a mi casa después de mis diarias caminatas.

De resto, confieso que prefiero el café y el vino, fórmula para deshidratarse, lo sé.

He hecho el propósito de enmienda de tomar más agua, y ahora cargo siempre a mi lado uno de esos “coolers” gigantes que considero de alto riesgo (si te caen en un pie).

Pero volviendo a la sed, sí, estoy sedienta, pero no precisamente de agua.

Es una necesidad radiante.

Tengo sed de poesía, esos anhelos vívidos que nos dejaron los grandes poetas y que alivian las penas del mundo en que vivimos.

Tengo sed de abrazos perdidos, esos que seguramente recuperaremos en otros dominios.

Tengo sed de, como diría García Márquez, “un café bien conversado” (o varios).

Tengo sed de flores en mi jardín, después de un largo invierno, por ahí ya se asoman las peonías.

Tengo sed de dar y recibir gestos amables, por pequeños que sean, a veces una sonrisa basta.

En fin, vivo sedienta, no precisamente de agua.

Mi papa solía decir un refrán que cada vez que lo repito me regañan, quizás con razón pero me recuerda a él: “Que beban agua los bueyes que tienen el cuero duro, aguardiente y vino puro es lo que beben los reyes”.

Pero si, voy a tomar más agua, entiendo que es esencial para la buena salud, al final como dijo Neruda, “ay, amar es un viaje con agua y con estrellas…”

Y me despido tarareando la canción que cito al comienzo:

“Me gusta comer con hambre y beber agua con sed, hablar con el que me entienda y pedirle a quien me dé…lai..lalailá…”

ANTEOJOS

 


-                  Abuelita, qué ojos tan grandes tienes… – dijo la Caperucita Roja.

-                 - ¡Son para verte mejooooor! – respondió el lobo feroz.

Todos recordamos esta historia de la infancia y viene a cuento, literalmente, porque hace poco me tocó mi examen anual de la vista.

Ser espectadora de mis propios ojos fue una experiencia sideral.

El Dr. Fung me examinaba con sus máquinas modernas, encandilándome con luces muy brillantes, soplando aire dentro de mis ojos y dándome comandos: abre, cierra, parpadea.

Y yo, fascinada, observando en la pantalla a su lado, esas esferas translúcidas, mis ojos, parecidos al planeta Marte, con ríos rojos, mares oscuros y volcanes luminosos.

Me parecía mentira que allí habitaran colores, imágenes, rostros, ensueños, recuerdos.

Al final el Dr. Fung confirmó que mis ojos no están tan mal, nada que unos anteojos progresivos no puedan corregir.

Salí de la consulta con fórmula para ojos nuevos, pero la experiencia me hizo reflexionar sobre una diferente modalidad de visión.

Quizás yo necesite otro tipo de lentes, me dije, más cristalinos y menos apasionados, para ver con mayor claridad el mundo que me rodea.

Confieso que a veces, mi temperamento visceral, prefiero llamarlo intuitivo, me hace muy susceptible a sufrir de miopía política, presbicia financiera y/o astigmatismo mediático, ese que hace que me aísle del ruido.

Sin embargo, a mi favor, puede que tenga buena visión para enfocar con precisión las cosas buenas que se esconden por ahí en momentos de adversidad, una constante que he intentado en mi vida. 

También puede que vea nítidamente las pequeñas cosas que constituyen mi fuente diaria de deleite, y que muchas veces me inspiran estas líneas.

Al final creo que la única que de verdad necesita anteojos, pero de esos grandotes y de colorinches que están de moda ahora, es la Caperucita Roja, porque, eso de confundir a su abuelita con el lobo, hoy como abuela que soy, me haría sentirme muy dolida, jaja…