sábado, 2 de julio de 2022

LA MOSCA


 

Me tragué una mosca.

Más bien un mosquito de esos que se alborotan en el verano.


Sucedió mientras caminaba a lo largo del río con una amiga, enfrascada en apasionada conversación, probablemente de asuntos sin importancia, que al final son los que importan.


Lo admito, tiendo a hablar demasiado.


En mi profesión como ingeniera, he tenido que explicar mis argumentos con fiereza y convencer mediante la palabra.


En mi vida familiar, casi siempre abro la boca más de la cuenta y tiendo a dar mi opinión cuando no me la piden. Mi yerno y nuera pueden certificarlo, parte del oficio de suegra.


También domino el inefable arte de interrumpir. Y bromeo diciéndole a la gente: “No es que te esté interrumpiendo, es que tú sigues hablando mientras te interrumpo”.


Pero en general, el mundo entero tampoco calla nunca; habla, habla, habla.


Bien dice Isabel Allende que: “El mundo es un gran ruido entre dos silencios abismales”.

 

Pero se llega a cierta edad en que hay que aprender a mantener la boca cerrada y hacer como nos aconseja Jorge Luis Borges, “No hablar, a menos que se pueda mejorar el silencio”.


Pues bien, mi propósito de enmienda es que, de ahora en adelante, voy a hablar menos, a escuchar más y mejor, a no interrumpir y prestar atención a mis semejantes, un raro don.


Y la recompensa temprana de esta resolución es que, mientras escribía estas líneas, me visitaron varios de esos que llamo los silencios perfectos.


El coro de sapitos de Caracas, a las seis de la tarde, parte de mi maleta de nostalgias.


La nieve sigilosa, que acaricia las penas, aquí en mi país adoptivo Canadá.


La copa de vino que murmura al paladar los secretos de las uvas.


La música oculta de un poema.


Pero sobre todo…


Escribir.


Mi particular manera de callar.


Con razón dicen por ahí, que en boca cerrada no entran moscas.

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