Metí todo en el morral.
Mi equipo de
supervivencia no ocupa mucho espacio: agua, una navaja, una cuerda, una muda de
ropa, un mapa y todos mis miedos.
Estos últimos sobre
todo, son de lo más compactos, pero pesan bastante.
Nunca salgo sin
ellos.
Del miedo dicen, que
lo más peligroso es no tenerlo.
Pero el exceso ahoga.
Revisé por última vez
el equipo.
La ansiedad financiera
estaba intacta y en su sitio.
El terror a la
enfermedad, a los accidentes y a la muerte, cada uno en su compartimiento.
En un bolsillo
especial, la incertidumbre a eso que llaman futuro.
El mío, el de los demás.
Junto a mi crema protectora solar, puse ese otro temor que después de cierta edad, se instala en
nuestro morral: miedo a perder la juventud, a la vejez.
Deseché al menos por un rato, estoy de vacaciones, esa otra pesada y antipática piedra en el
morral: la ansiedad alimenticia, esa que ahora todo el mundo lleva y es sumamente infecciosa; todo es malo, todo
da alergia, o intolerancia, o inflamación, o da cáncer, o tapa las arterias.
Y por último, una de los más compactos y densos;
quisiera uno ignorarlo, pero es irrompible, indestructible y térmico: el miedo
a la soledad.
En fin, con mi morral
listo, me fui en busca de aventuras.
Caminé hasta el río, me
ajusté el chaleco salvavidas, eché la canoa al agua y coloqué mi morral de
angustias, en un compartimiento impermeable.
La corriente me fue
llevando.
Con los remos, intenté
darle rumbo al bote, pero algo andaba mal.
El bote comenzó a dar
vueltas en círculos.
El cauce se puso muy pequeño
y las aguas aumentaron su velocidad.
Había muchas piedras
a los lados y en el fondo.
Remé y remé, pero me
era imposible mantener el barco a flote.
Sentí mucho miedo.
Entonces me di
cuenta, de que tenía que deshacerme de mi morral de supervivencia, a costa de
hundirme en las aguas tumultuosas.
Tiré por la borda
todas mis ansiedades.
Las vi desaparecer en
un remolino que se tragó el rio.
Me dejé llevar por el
silencio.
Me sentí parte de un
torrente de vida.
Melódico y gentil.
Al cabo de unas
horas, el rio me dejó en una bella playa de piedritas multicolores.
PD: Mi esposo y yo, acatando
a un llamado del rio nos compramos un bote, a quien llamamos Calypso. A los diez
minutos de tenerlo, sentí terror y le dije a mi esposo que lo iba a
vender. Al final, a regañadientes y con
todos mis miedos, nos fuimos de aventura y navegamos por el manso rio. Disfruté
mucho el relajante y maravilloso paseo. Fue un arranque casi infantil, pero a
veces hay que escuchar la voz de nuestro niño o de nuestro loco interior. No me
arrepiento. Este breve relato es una pequena metafora de cuan inutil es el miedo a veces ( otras veces es mas peligroso no tenerlo, insisto). Pero, por supuesto, cada quien anda con su particular morral de angustias, de inseguridades e incertidumbres. Yo las deje en el rio, al menos por un rato.
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CALYPSO |