Escuché un acento familiar.
Me acerqué para constatarlo y sucedió algo extraordinario.
Bajé por la principal de las Palmas y recorrí las calles de mi niñez y las avenidas de mi lejana juventud.
En ese tránsito vi amigas del colegio, piñatas, trasnochos estudiando para algún examen, canciones, risas.
Amistad. Familia.
El trayecto que me trajo de vuelta fue entrañable, honesto, apretado. Segundos eternos, de esos hechos con el material de los recuerdos.
Regresé al presente.
Allí estaba yo, en la sección infantil del Corte Inglés de Plaza Cataluña, comprando un trajecito de bebé para mi nuevo nieto.
Entre ropita infantil, se produjo aquel abrazo inesperado.
Un encuentro fortuito con la hermana menor de una amiga de la infancia que resultó en una breve, pero reconfortante travesía en el tiempo.
Nos pusimos al día y nos despedimos con nuestro acento venezolano tan sabroso.
Yo creo que la gente que presenció ese abrazo en plena tienda quedó asombrada y hasta con ganas de aplaudir ante esta escena, inusualmente humana.
Salí de la tienda con algo más que el trajecito tejido para mi nieto.
Dar y recibir un abrazo inesperado: un verdadero regalo.