lunes, 7 de abril de 2025

PREMIOS

 



 

Hace poco asistí a una ceremonia de premiación.

Eso me hizo, parafraseando a nuestro poeta Andrés Eloy Blanco, “volver los ojos a mi propia historia.

“¿Y a mí de qué me habrán premiado en la vida?, pensé.

Creo que mi más preciado logro académico fue cuando la madre superiora citó a mi mamá, después de estar un mes en prekínder, para decirle que me habían promovido directo a kínder porque yo “era muy lista”. Mi madre me lo contaba orgullosa.

Continúe en mi búsqueda de premios y la verdad, no me acuerdo de ninguno. 

Siempre fui buena estudiante, pero nunca el “Top 3” quienes se llevaban los galardones.

En el deporte era buena en “kicking ball”, pero el mérito era del equipo.

En el canto, si me destaqué un poco y era la solista oficial del colegio.

Cuando me gradué de ingeniero, recibí mi medalla dorada con cinta azul. Esa sí debo decir que me costó sangre, sudor y lágrimas. Quizá un premio de consolación por estudiar algo que nunca me gustó, pero que debo admitir que me abrió muchos caminos.

Pero a propósito de la ceremonia de premiación a la cual asistí en el colegio de mis nietos, se trataba de los “Virtue Victory Awards”, premios que les son dados a los niños entre primero y sexto grado, por destacarse en esas virtudes, a veces olvidadas, como la humildad, la compasión, la caridad.

Con lágrimas de emoción en los ojos, vi como llamaban al estrado, a mis nietos, de primero y tercer grado. La maestra pronunció estas palabras mientras les entregaba sus diplomas:

“Son ustedes ejemplos brillantes de compasión, caridad y amistad.”

Yo pensé para mis adentros, “no se puede decir algo más bello para describir a una persona.”

Salí del auditorio feliz, olvidando mi vida escasa de trofeos y me dije:

“Que afortunada soy.”

Volví otra vez los ojos a mi propia historia, complacida.

Con momentos como este y si los amores son premios, me considero en esta vida, condecorada.

EL LABERINTO

 



 

El concierto concluyó y mi amigo me dijo:

-      Acompáñame a buscar mi chaqueta.

Yo lo seguí y de pronto él abrió una puerta que conducía a un salón llamado “El Laberinto”.

-      Ya vengo – dijo. Y se perdió.

Al traspasar el umbral, yo quedé asombrada.

Parecía un gran salón de baile, con un piano de cola en un rincón y un órgano en otro.

Pero lo más fascinante era que en el piso de madera se dibujaba un inmenso laberinto.

Por supuesto mi mente voló al mito del Minotauro y al palacio de Knossos en Creta, el cual tuve la suerte de conocer.

Yo comencé a caminar el laberinto, dando vueltas aquí y allá, hasta llegar a una calle ciega. Entonces me devolvía y buscaba otra ruta, para otra vez llegar a un rincón sin salida.

Seguí insistiendo.

De pronto, entre recovecos y obstáculos, llegué al corazón del laberinto.

Sentí que encontraba mi centro.

Miré arriba, hacia la cúpula del techo con una cierta sensación de triunfo, hasta que me fijé que mi amigo, chaqueta puesta y brazos cruzados, me miraba con una sonrisa entre divertida e impaciente.

-      ¿Nos vamos? -  dijo.

-      Si claro, vámonos - respondí.

Salimos juntos y abrazados, comentando la maravilla del concierto que acababa de terminar.

Del laberinto me llevo una máxima que, por sencilla, no deja de ser poderosa.

“Si el camino se tranca, pues te devuelves y buscas uno mejor.”

Un recordatorio de que son los desafíos los que nos hacen avanzar en la búsqueda de nuestra verdadera senda.

Mi amigo y yo continuamos la nuestra, tarareando las gloriosas notas de Bach, Haendel y Scarlatti.