viernes, 28 de junio de 2024

CHINOOK

 


Aquí en Calgary, durante nuestros largos inviernos, uno no le pide a San Isidro Labrador que quite el agua y ponga el sol.

Uno le pide a San Chinook, que se coma la nieve.


Yo también de paso le pido a Santa Aída, para que me libre de las caídas, pero eso es un invento mío.


Explico.


Chinook es una palabra que proviene de nuestras Primeras Naciones, los Blackfoot o Chehalis (Tsinúk), y se refiere a unos vientos llamados “devoradores de la nieve” o “snow eaters”.


Es un fenómeno meteorológico que se produce en la costa Oeste de Norteamérica. En el caso de Canadá, es un viento cálido y seco que sopla sobre las Montañas Rocosas (Rocky Mountains) y desciende a través de sus colinas en el invierno, formando un arco milagroso en el horizonte que calienta nuestra ciudad (las temperaturas suben de -35°C a +15°C) y nuestros corazones.


Esta es la explicación científica.


Me gustó mucho más la versión ofrecida por un Ensamble de Cuerdas.

Cerré los ojos y pude ver una nota larga y azul que me recordaba el cielo. Arpegios de mar golpeando la costa del Pacífico.


Pizzicattos semejando el viento fermentándose en las colinas, para después escalar con golpes de arco los vertiginosos acantilados.


Las notas diáfanas de los bajos y contrabajos, acariciando las espigas de las praderas.


Después, el milagro, el alegro maestoso que produce un arco masivo sobre la diadema, esa corona de platino que adorna el horizonte de nuestra ciudad.


Con los últimos acordes, pude sentir la brisa cálida del Chinook sobre mi piel y mi alma.


Abrí los ojos.


Los aplausos y ovación de pie, no se hicieron esperar para agradecer esta magnífica pieza musical, Chinook, de Donovan Seidle, joven compositor, violinista y arreglista de nuestra bella ciudad.


Aunque ahora estamos en el verano, cuando regrese el gélido invierno a nuestras praderas, después de este deleite musical, le tendré mucha más devoción a San Chinook, y también le pediré, como hago siempre, a San Pascual Bailón, para que no me falle la calefacción.

 

viernes, 14 de junio de 2024

EL PIZARRÓN

 



 

Aquel chirrido se convirtió en un estremecimiento en todo mi cuerpo.


También en mi memoria.


Olores, colores, sonidos, grima, me trasladaron a mi salón de primer grado.


La maestra escribía sin parar, palabras, gráficos, “pensamientos duros”, como los describió una vez mi hijo a sus ocho años en un poema que compartiré al final, producto de aquel “taller de poesía obligada” con que torturaba a mis hijos desde muy tierna edad.


La clase fluía con interés y los alumnos miraban con atención, yo quizás, con la ensoñación que me caracteriza. La maestra borraba el pizarrón y volvía a escribir sobre la superficie limpia.


Yo pensaba, ¿adónde fueron a parar todos esos conocimientos que desaparecieron en un tris para ser sustituidos por otros, y otros?


A mi alrededor, mis compañeros tomaban notas. Yo movía el lápiz, pretendiendo que estaba comprendiendo todo.


Volví en mí. Terminó la clase.


Me sentí despertando del túnel del tiempo.


Frente a mí, en el pizarrón, lo que semejaba los restos de una explosión, fragmentos de arco narrativo, escombros de puntos de vista y estructura en tres actos, gráficos rotos que semejaban más una clase de mecánica cuántica que el Taller de Novela en el cual me registré hace poco.


Si así se escribe una novela, pensé, creo que la mía va a quedar inconclusa.


Sin embargo, en estos tiempos donde todo es una pantalla, encontré la experiencia de tiza y pizarrón, fascinante.


Además, fue una vivencia que me trasladó a aquellas tardes caraqueñas, mirando al Ávila, junto a mis hijos de seis y ocho años, cuando escribíamos poemas “a la fuerza”, y de donde surgieron verdaderas obras maestras.


Tal como prometí al comienzo, treinta años más tarde, los dejo con el aliento poético de un niño de ocho años, mi hijo.

 

EL PIZARRÓN

Los pizarrones con sus duros pensamientos

con ese verde fuerte

con tales pensamientos duros.

Grima en las uñas con aprendizaje

de sabiduría y con las tizas alérgicas.

Santiago Pérez Henríquez (1996)

viernes, 7 de junio de 2024

GRANITO DE ARENA

 


Frente a mí, tres pantallas de televisión.


Mudas, pero con subtítulos.


En la primera, el noticiero; en la segunda un chef cocinando platos decadentes; en la tercera un programa de consejos para adelgazar.


Yo allí, público cautivo, en la más superflua pero relajante actividad, haciéndome una manicure.


Mis ojos, cual péndulo, oscilaban entre las guerras, una langosta termidor, y el vaso de jugo de limón que hay que tomarse en las mañanas para adelgazar (lo cual solo sería posible si la mata de limón queda a diez kilómetros de tu casa, en mi opinión).


Y así, ad infinitum.


Pantalla 1, deslizamientos catastróficos en Nueva Guinea, miles de fallecidos.


Pantalla 2, lomito Wellington.


Pantalla 3, beneficios del ayuno impertinente, perdón, intermitente.


La muchacha terminó de hacerme las manos, pagué y salí del establecimiento, con mi cabeza todavía oscilante, como hipnotizada por un espiritista.


¿Cómo se puede conciliar la tragedia, lo epicúreo y la desinformación al mismo tiempo? ¿Cómo digerir ese menú cotidiano de dolor, deleite y escepticismo mientras me pintan las uñas?


Me sentí fatal.


El bombardeo informativo y/o desinformativo sumado a mi propia banalidad, hizo que quedara como en estado catatónico, ausente del mundo y sus penurias. Insensible.


Recordé un diálogo que en su momento me pareció gracioso y esta vez me golpeó como tragicómico.

-      ¿Qué es peor, la ignorancia o la indiferencia?

-      No sé ni me importa.

Desperté de ese trance con una certeza, no hay nada más pernicioso que la indiferencia.

Salí a la calle, a confundirme con la gente, con sus sueños, sus amores, sus tristezas, e intentar poner en este vibrante caos llamado vida, mi granito de arena.


Un gesto amable, o una sonrisa pueden ser un buen comienzo.