Sucedió hace
unas pocas semanas.
El objeto en
cuestión: un traje antiguo.
Éste, llegó a
Canadá en la maleta de nostalgias de mi hijo.
Recuerdo que mi
padre lo lucía y lo bailaba con su “extraña elegancia” y su “cuerpo de percha”,
todas las Navidades caraqueñas.
Aquí, vivió en
la oscuridad polvorienta del closet de mi hijo por muchos años, yo ni lo
sospechaba.
Hasta que un
día, le llegó su momento.
Eternidad,
poesía y amor, se alinearon en una tarde veraniega.
Ella, la novia,
“¡Radiante cual ninguna!, con su vestido blanco de querube, semejaba un
destello de luna, dormido en el regazo de una nube”, como mi padre solía recitar.
Él, mi hijo, su
príncipe, vistiendo el traje de su abuelo, remozado de infancias y de sueños.
Mi hijo, en su
gesto de rescatar aquel traje, en una especie de pesca de arrastre universal,
se trajo consigo en un instante, toda la cosmología del abuelo.
Traje de luces.
Una
constelación de buenos augurios y dones, lo vistieron.
Se hizo un
pequeño milagro en este gesto amoroso.
¡Milagro de
presencia!
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20 de marzo 2000, el ultimo brindis de un poeta. Foto por Meen Fontijn |