Son una dulce
forma de nostalgia.
Cuando las encuentro, aquí en Canadá, no me
puedo contener.
Esta semana llené un carrito de mercado
completo con ellas.
Son las golosinas de mi infancia, allá en
Caracas.
Y sí, me declaro golosa.
Todo comenzó con los antojos de mi hija en su
primer trimestre de embarazo que nos llevó a almorzar en el mercado latino de
Calgary.
Yo lo llamo el mercado de las nostalgias.
Después de un suculento almuerzo amenizado con
música caribeña
-salsa, merengue, bachata- ritmos que, no obstante
las miradas inquisidoras de mi hija me resultan irresistibles y activan todos
los resortes de mi cuerpo, nos fuimos a recorrer las islas del mercado para
hacer la compra.
Mi hija, antojada de preparar pabellón criollo
(para quien no lo conozca es el plato típico venezolano), llenó el carrito con
plátanos, caraotas negras, queso fresco, harina para hacer arepas, además de
otros deleites.
Yo por mi parte, todavía bailando por los
corredores de la tienda al ritmo de la música de fondo de Juan Luis Guerra, no
podía creer mi suerte.
Ante mis ojos desfilaban los Cocosettes, Susys,
Cri Cris, Torontos, Pirulines (chucherías muy criollas), bocadillos de guayaba
y una que otra cosa salada como tostoncitos y hallaquitas de maíz, además de jugo
de parchita y guanábana.
Tanto mi hija como yo satisficimos nuestros
respectivos antojos y salimos del mercado complacidas.
Llegué a casa a matar mis nostalgias junto a un
buen “marroncito”.
Ese dolor de regresar a lo perdido, según la
etimología de la palabra Nostalgia, (del griego: nóstos. regreso,
y álgos, dolor) no es tal cuando uno puede darse gusto y
atiborrarse, de vez en cuando, de meriendas de infancia y recuerdos de la casa
donde crecí al pie del Ávila caraqueño.
Ojalá las nostalgias de las próximas
generaciones sean tan divertidas como estas mías y no secas barras de granola, tofu
o galletas sin gluten con té verde.
Aunque como dicen, entre gustos y colores…
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