Está prohibido tomar en
horas de oficina.
Es la política de la compañía,
so pena de despido.
Suelo cumplirla a carta cabal y sin excepción, pero el lunes, el nivel de neón eran tan alto,
la conversación a través del tabique tan lánguida, la sonrisa cortés tan
tensa, que hasta pareciera que se fuese a caer de la cara como un pedazo de friso,
que decidí salir al mediodía, aprovechando el buen clima, a echarme un traguito
en solitario.
Nadie lo notaría, total, uno
administra su hora de almuerzo como quiera.
Necesitaba un trago fuerte.
De esos que lo regañan a
uno.
Me monté en el ascensor y salí
a la calle, imaginando el licor ardiente.
Elegí una bebida de color ámbar, sedosa y lenta.
Esas que derriten el
hielo y empañan las penas.
En un instante, deslicé el primer sorbo por mi garganta, como una
caricia incandescente y perfumada de leña que se recibe en toda la piel.
Sentí el calor de pies a cabeza.
Como un lanzallamas.
Regresé a la oficina, energizada
y rodeada de un aura anaranjada.
Aparte de una inusual
felicidad, oculté exitosamente toda evidencia, así que decidí repetir la
experiencia al día siguiente.
Y toda la semana.
Como todas las adicciones,
cada día quería beber un poco más.
Y más.
Pasaba la mañana soñando con
mi traguito del mediodía.
Hoy no pude ir por mi terapéutica
bebida, porque amaneció lloviendo y soplaba viento helado, que augura la llegada
del otoño.
Me sentí como un borracho a
quien le arrebatan la botella.
Cuando aclaró un poquito y
el sol se asomó detrás de las nubes, corrí a la calle.
Desesperada.
Posdata: Estaba escribiendo este post cuando me sorprendieron con la maravillosa noticia de que mi hija se comprometio en matrimonio. Asi que las ultimas gotas del verano se convirtieron en lagrimas de felicidad y brindis con champana a la salud de los futuros esposos!