Como no tenía
nada que hacer, decidí ir a comprar un bombillo.
Salí, lo compré
y regresé a mi casa.
FIN
Esto sería un
buen cuento súbito.
Pero en verdad,
hay más.
Como mañana tampoco
tenía nada que hacer, decidí más bien dejar la compra del bombillo para mañana.
Y esto me recordó la anécdota del maracucho (personas
muy simpáticas nacidas en Maracaibo, Venezuela) que tenía una quincalla y le
quedaban sólo dos cajas de cigarro por vender y cuando llegó un cliente a
comprar las dos cajas, sólo le vendió una.
- ¿Y por qué no
me vendeis las dos, que molleja? - preguntó el cliente asombrado.
- Bueno, porque entonces
no tengo nada que vender mañana - respondió el maracucho.
El caso es que como ya estoy en eso que aquí llaman “semi-retirement” mis actividades han bajado considerablemente.
Y eso de tener tiempo para no hacer nada,
aunque suene como un “oximoron" o absurdo radical, es realmente un disfrute y
una bendición.
Tiempo de prestar atencion.
Como decía mi filósofo oso favorito Winnie The
Pooh, “el único problema de no hacer nada es que uno no sabe cuándo termina”. (creo que he repetido esta frase otras veces
en este blog, disculpen)
En fin, toda esta introducción para expresar, que,
en mis interminables días de verano, (se llega a una edad en
la vida en que el tiempo pasa muy rápido, pero los días son eternos) en mis
horas de no hacer nada, descubro nuevos paisajes.
Paisajes gentiles.
Paisajes delicados.
En mis horas de no hacer nada, miro al mundo
con nuevos ojos.
Y
experimento el placer del deleite.
Alguien quien no recuerdo dijo que la
recompensa de prestar atención es el deleite.
Rainer Rilke, poeta checo, lo llama en uno de
sus poemas “la energía alada del deleite.”
Y bueno, mientras me decidía a ir a comprar el
bombillo, esas energías aladas de los pequeños deleites, en los que uno no se
fija cuando se está muy ocupado, me hicieron sentir ingrávida, como la
mariposa amarilla que me visita a diario, o esa fragancia de mis lilas en flor,
o esa caricia del alma cada vez que me visitan los recuerdos.
Al final, compré el bombillo y lo instalé en
el baño.
Después de esta reflexión en estas, mis horas
de ocio cultivado (como las llamaba Oscar Wilde) puedo decir, literal y metafóricamente:
¡Se me prendió el bombillo!