En música, los silencios son tan importantes
como los sonidos.
Me lo enseñó mi maravillosa profesora de
piano, Marilú.
Yo siempre tan acelerada, tan ansiosa y
precipitada.
Marilú me marcaba las pausas de la
partitura.
Sin esos vacíos breves, precisos y
necesarios, la totalidad de la obra musical se derrumba y no tiene ningún sentido.
Y el honrar sus silencios, cuando llegan,
es otra manera de apreciar su majestuosa e impredecible melodía.
Después del silencio, siempre, llega la
nota precisa que resuelve y que derramará cascadas de armonías.
Solía tocar el piano.
Música venezolana.
La más bella del mundo.
Joropos, seis por derecho, danzas,
contradanzas, valses, merengues.
A veces sorprendía a mi esposo, tan
inglés, tarareando compases del “Jarro Mocho” o la “Mañanita Caraqueña”, que de
tanto oírlas a fuerza de yo practicando, pues se le pegaba.
Pero mi piano se silenció, más bien se rompió
y estalló en mil pedazos, hace algunos meses.
Y vivo en ese signo triste del pentagrama,
silente, entre un bemol y un arpegio.
Recuerdo el silencio perfecto.
En Caracas eran los sapitos del
atardecer.
Aquí es la nieve.
A veces, busco el ruido, porque la música
duele.
Los recuerdos felices golpean más que los
tristes.
La felicidad recordada no alegra, a veces
más bien expande la magnitud de lo perdido.
Pero recordar es vivir de nuevo, aunque duela.
Quisiera que Agosto me devolviera la música,
las notas alegres de la música de mi bello país, las partituras polvorientas, arrugadas
y olvidadas.
Mañanita… La dulzura de tu Rostro…Cierto
Curita…El Porteño… Conticinio…Jarro Mocho…El Trancao...
Este mes, me sentaré en el piano, después
de este denso silencio sostenido.
Lo intentaré…