El fin de año siempre me agarra cansada, con el tanque de gasolina en la reserva, y la luz anaranjada titilando en mi frente como un recordatorio de mi agotamiento.
Hace unos días, después de otro intenso día de trabajo, venía manejando hacia mi casa en una noche oscurísima, pero donde la cúpula celeste tenia textura de cristal. Pensé - Dios mío, ¡qué claridad! ¡qué nitidez! ¡Qué noche tan despejada! Hasta recordé el verso de Neruda, "… La noche está estrellada,
y tiritan, azules, los astros, a lo lejos…"
En breve caí en cuenta que tenia los anteojos, los que nunca uso, puestos.
Me reí de cómo, un potencial momento mágico, se iba al traste. La razón por la cual no uso los anteojos es porque me recuerdan que veo borroso. Sin ellos el mundo es a mi medida, perfectamente difuso, sin contornos bien definidos, un mundo donde los objetos tienen textura de humo. Razones más que suficientes para no utilizarlos, sin embargo, para ser responsable, me estoy entrenando en el hábito de usarlos al menos para manejar en la noche.
El hecho es que, con o sin anteojos, era una noche como esa “noche unánime” de Borges, o la “noche taciturna” de Julio Florez (uno de los poetas favorito de mi papa), y donde, con o sin anteojos, tuve un breve, pero incontenible, sentimiento de esplendor.
Cuando uno está tocado con un sentimiento de esplendor, es imposible detenerse, y esa misma noche fuimos a cortar nuestro arbolito de Navidad (es un decir, lo compramos en el Superstore), saqué las cajas de adornos añejos, lo armé, me senté a admirarlo, le tomé una foto porque me sentía orgullosa, la puse en Facebook, recibí muchos comentarios amables, gracias. Agotada, vinito en mano, me senté a contemplar mi estampa navideña. Esta vez no tenía los anteojos, que conste, y sin embargo, me pareció que todo los cachivaches que conforman mi casa se veían mas resplandecientes que de costumbre. A veces me embargaba esa misma sensación en Venezuela cuando la muchacha limpiaba los lunes.
Pero esta vez no fue un hada que vino a hacer la limpieza, eso aquí no sucede. Fue una entrada, un acto de aparición casi imperceptible y callado, como el sonido que hacen las estaciones al cambiar. Así, ondulante, como una tela de seda al viento, entró en mi casa ese mismo sentimiento esplendoroso mío. No sé si era la Navidad, porque eso sonaría insoportablemente cursi. Creo que más bien son mis transparencias, presencias luminosas, esas que viven en otros lugares, y que vienen a acompañarnos en estas fechas. Pero, por ahora, más bien llamémoslo “Navidad”, para que a la miedosa de mi hija no le de un estado de pánico.
La “Navidad” entró a mi casa y estoy agradecida.
Ayer fue noche de tormenta. Siempre recuerdo una anécdota que leí una vez, donde un emperador chino hizo un concurso de pintura cuyo tema era La paz. Miles de artistas atendieron a la convocatoria y pintaron escenas melancólicas, atardeceres bucólicos, escenas pastoriles. El ganador del concurso fue un artista que pintó una borrasca, y, mínimo, en una esquinita del cuadro, una nido de pajaritos que se guarecían, acurrucados y calentitos, bajo el saliente de una roca. No hay sensación de paz más plena que la sensación de refugio.
Aquí en mi refugio, con mi arbolito, entre mis cachivaches resplandecientes, y con mi sensación de esplendor alborotada, disfruto en paz, del callado misterio de la “Navidad”.
Dedicado a mi hermano Rafael y a mi papa, que se fueron a otros mundos en los primeros días de Diciembre, pero que aquí siguen, en el recuerdo, intactos.