El concierto concluyó y mi amigo me dijo:
- Acompáñame a
buscar mi chaqueta.
Yo lo seguí y de pronto él abrió una puerta que conducía
a un salón llamado “El Laberinto”.
- Ya vengo – dijo.
Y se perdió.
Al traspasar el umbral, yo quedé asombrada.
Parecía un gran
salón de baile, con un piano de cola en un rincón y un órgano en otro.
Pero lo más
fascinante era que en el piso de madera se dibujaba un inmenso laberinto.
Por supuesto mi
mente voló al mito del Minotauro y al palacio de Knossos en Creta, el cual tuve
la suerte de conocer.
Yo comencé a
caminar el laberinto, dando vueltas aquí y allá, hasta llegar a una calle
ciega. Entonces me devolvía y buscaba otra ruta, para otra vez llegar a un
rincón sin salida.
Seguí
insistiendo.
De pronto,
entre recovecos y obstáculos, llegué al corazón del laberinto.
Sentí que encontraba
mi centro.
Miré arriba, hacia la cúpula del techo con una
cierta sensación de triunfo, hasta que me fijé que mi amigo, chaqueta puesta y
brazos cruzados, me miraba con una sonrisa entre divertida e impaciente.
- ¿Nos vamos?
- dijo.
- Si claro,
vámonos - respondí.
Salimos juntos y abrazados, comentando la maravilla del
concierto que acababa de terminar.
Del laberinto
me llevo una máxima que, por sencilla, no deja de ser poderosa.
“Si el camino
se tranca, pues te devuelves y buscas uno mejor.”
Un recordatorio
de que son los desafíos los que nos hacen avanzar en la búsqueda de nuestra
verdadera senda.
Mi amigo y yo continuamos
la nuestra, tarareando las gloriosas notas de Bach, Haendel y Scarlatti.
Bonita reflexión la extraída de ese "laberinto"
ResponderBorrarUn abrazo
Hola Natalia.
ResponderBorrarAsí es la vida, aprendiendo de los caminos sin salida y eso... no cambia.
Un abrazote enorme.