“Me gusta comer con hambre y beber agua con sed…”
Así dice el
coro de una canción popular venezolana interpretada por esa voz prístina de
Cecilia Todd.
Ciertamente
bebo con sed y avidez un gran vaso de agua cuando regreso de subir la cuesta
que conduce a mi casa después de mis diarias caminatas.
De resto,
confieso que prefiero el café y el vino, fórmula para deshidratarse, lo sé.
He hecho el
propósito de enmienda de tomar más agua, y ahora cargo siempre a mi lado uno de
esos “coolers” gigantes que considero de alto riesgo (si te caen en un pie).
Pero volviendo
a la sed, sí, estoy sedienta, pero no precisamente de agua.
Es una
necesidad radiante.
Tengo sed de
poesía, esos anhelos vívidos que nos dejaron los grandes poetas y que alivian
las penas del mundo en que vivimos.
Tengo sed de
abrazos perdidos, esos que seguramente recuperaremos en otros dominios.
Tengo sed de,
como diría García Márquez, “un café bien conversado” (o varios).
Tengo sed de
flores en mi jardín, después de un largo invierno, por ahí ya se asoman las
peonías.
Tengo sed de
dar y recibir gestos amables, por pequeños que sean, a veces una sonrisa basta.
En fin, vivo
sedienta, no precisamente de agua.
Mi papa solía
decir un refrán que cada vez que lo repito me regañan, quizás con razón pero me
recuerda a él: “Que beban agua los bueyes que tienen el cuero duro,
aguardiente y vino puro es lo que beben los reyes”.
Pero si, voy a
tomar más agua, entiendo que es esencial para la buena salud, al final como
dijo Neruda, “ay, amar es un viaje con agua y con estrellas…”
Y me despido
tarareando la canción que cito al comienzo:
“Me gusta comer
con hambre y beber agua con sed, hablar con el que me entienda y pedirle a
quien me dé…lai..lalailá…”