lunes, 23 de diciembre de 2024

EL SOMBRERO DEL DUENDE

 


Unas semanas atrás, como todos los años, bajé al sótano a buscar las cajas con los adornos navideños.

Confieso que sin mucho entusiasmo, pues no puedo evitarlo, la Navidad remueve mis melancolías. Sin embargo, después de unos cuantos estornudos, comencé a sacar mis ornamentos.

Una corona de adviento con los lazos machacados, los soldados del Cascanueces algo maltrechos, el niño Jesús con el pie fracturado.

Sin embargo, en unos pocos minutos, se hizo la magia, y mi sala resplandeció con la alegría de la Navidad.

Me sentí satisfecha, con sensación de misión cumplida.

Entonces sucedió que, ya guardando las cajas, en el fondo de una de ellas apareció el duende.

Se veía cansado y tristón. Sus larguiruchas piernas más delgadas, su ropa desgastada, pero lo más notable era que le faltaba su sombrero de duende. Lo busqué concienzudamente, pero no apareció.

Sacudí y acicalé un poco al duendecillo, ajusté su bufanda y lo coloqué sobre la chimenea.

Pasaron varios días, y yo con esa sensación extraña de que algo faltaba, hasta que lo entendí.

La mirada del duendecito parecía implorármelo, necesitaba un sombrero.

Procedí a tejérselo. No me tomó mucho tiempo. Allí estaba, blanco y con un cascabel rojo en la punta, con ciertos defectillos que intenté ocultar, pero con ese indefinible encanto de las cosas hechas con amor.

Ahora sí, mi casa estaba lista para recibir la Navidad.

Al día siguiente, misterio, el duendecillo no estaba sobre la chimenea

Me extrañó, pero en eso sonó el timbre de la casa. Justo en el umbral de mi puerta descubrí una botella de vino y una tarjeta.

Cuando abrí el sobre, ahí estaba, la fotografía de mi duende con una espléndida sonrisa, luciendo el imperfecto sombrero que le tejí.

La tarjeta decía, saludos desde el Polo Norte y en mayúsculas:

¡SALUD! Y ¡FELIZ NAVIDAD!

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