Unas semanas atrás, como todos los años, bajé al sótano a
buscar las cajas con los adornos navideños.
Confieso que
sin mucho entusiasmo, pues no puedo evitarlo, la Navidad remueve mis
melancolías. Sin embargo, después de unos cuantos estornudos, comencé a sacar
mis ornamentos.
Una corona de
adviento con los lazos machacados, los soldados del Cascanueces algo maltrechos,
el niño Jesús con el pie fracturado.
Sin embargo, en
unos pocos minutos, se hizo la magia, y mi sala resplandeció con la alegría de
la Navidad.
Me sentí
satisfecha, con sensación de misión cumplida.
Entonces
sucedió que, ya guardando las cajas, en el fondo de una de ellas apareció el
duende.
Se veía cansado
y tristón. Sus larguiruchas piernas más delgadas, su ropa desgastada, pero lo más
notable era que le faltaba su sombrero de duende. Lo busqué concienzudamente,
pero no apareció.
Sacudí y
acicalé un poco al duendecillo, ajusté su bufanda y lo coloqué sobre la
chimenea.
Pasaron varios
días, y yo con esa sensación extraña de que algo faltaba, hasta que lo entendí.
La mirada del
duendecito parecía implorármelo, necesitaba un sombrero.
Procedí a
tejérselo. No me tomó mucho tiempo. Allí estaba, blanco y con un cascabel rojo
en la punta, con ciertos defectillos que intenté ocultar, pero con ese
indefinible encanto de las cosas hechas con amor.
Ahora sí, mi
casa estaba lista para recibir la Navidad.
Al día
siguiente, misterio, el duendecillo no estaba sobre la chimenea
Me extrañó,
pero en eso sonó el timbre de la casa. Justo en el umbral de mi puerta descubrí
una botella de vino y una tarjeta.
Cuando abrí el
sobre, ahí estaba, la fotografía de mi duende con una espléndida sonrisa,
luciendo el imperfecto sombrero que le tejí.
La tarjeta
decía, saludos desde el Polo Norte y en mayúsculas:
¡SALUD! Y ¡FELIZ NAVIDAD!
Bonita sorpresa en ese encuentro navideño.
ResponderBorrarUn abrazo y Felices Fiestas.