miércoles, 30 de octubre de 2024

AUGUSTO

 



Se siente algo extraño.

Una perturbación en el aura, como una ráfaga de tiempo.

Un peso etéreo, imposible de ser medido en unidades de masa como gramos u onzas.

Me trasladé a la fragua, al metal incandescente, calor de fundición, martilleo de yunque. Después, rumor de mercaderes, bullicio de anfiteatros, tesoros escondidos.

Sucedió el domingo pasado.

Mi hijo me condujo a lo que llamamos su “despacho”, donde nos recibe un busto del primer emperador del imperio romano, Cayo César Augusto (Augusto para los de confianza), quien, dependiendo de la ocasión, luce un sombrero vaquero, de Halloween o de San Nicolás.

Santiago quería enseñarme unas nuevas adquisiciones de su colección de monedas romanas, hobby que lo ha acompañado desde niño.

Las esparció ante mí con orgullo y ánimo exaltado.

Las colocaba sobre mi mano mientras me contaba la historia de cada una.

Vespasiano, Justiniano, Constantino, Claudio, Augusto.

Denarios y Sestercios de plata, Dupondios de bronce. Ningún Áureo, de las pocas monedas hechas de oro y la más valiosa que circuló en el Imperio Romano.

Miles de años transcurrían por la palma de mi mano ante mi mirada de asombro.

Creo que por primera vez entendí la fascinación del numismático y del coleccionista en general.

Tomé una moneda que, según mi hijo era de las más antiguas 27 a.C., justamente de la época de Augusto también conocido como Octaviano. La apreté en mi puño mientras cerraba los ojos.

Me fugué en el tiempo.

Al abrir los ojos me encontré con la severa mirada del Augusto de bronce.

Le escuché murmurarme:

-      Por favor quítame este ridículo gorro de calabaza.

Así lo hice. Santiago me miró extrañado. Augusto me sonrió.

Las monedas volvieron a sus respectivos álbumes.

Yo regresé al MMXXIV Anno Domini.

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