Se siente algo extraño.
Una
perturbación en el aura, como una ráfaga de tiempo.
Un peso etéreo,
imposible de ser medido en unidades de masa como gramos u onzas.
Me trasladé a
la fragua, al metal incandescente, calor de fundición, martilleo de yunque.
Después, rumor de mercaderes, bullicio de anfiteatros, tesoros escondidos.
Sucedió el
domingo pasado.
Mi hijo me condujo
a lo que llamamos su “despacho”, donde nos recibe un busto del primer emperador
del imperio romano, Cayo César Augusto (Augusto para los de confianza), quien,
dependiendo de la ocasión, luce un sombrero vaquero, de Halloween o de San
Nicolás.
Santiago quería
enseñarme unas nuevas adquisiciones de su colección de monedas romanas, hobby
que lo ha acompañado desde niño.
Las esparció
ante mí con orgullo y ánimo exaltado.
Las colocaba sobre
mi mano mientras me contaba la historia de cada una.
Vespasiano,
Justiniano, Constantino, Claudio, Augusto.
Denarios y Sestercios
de plata, Dupondios de bronce. Ningún Áureo, de las pocas monedas hechas de oro
y la más valiosa que circuló en el Imperio Romano.
Miles de años transcurrían
por la palma de mi mano ante mi mirada de asombro.
Creo que por
primera vez entendí la fascinación del numismático y del coleccionista en
general.
Tomé una moneda
que, según mi hijo era de las más antiguas 27 a.C., justamente de la época de
Augusto también conocido como Octaviano. La apreté en mi puño mientras cerraba
los ojos.
Me fugué en el
tiempo.
Al abrir los
ojos me encontré con la severa mirada del Augusto de bronce.
Le escuché murmurarme:
- Por favor quítame
este ridículo gorro de calabaza.
Así lo hice. Santiago me miró extrañado. Augusto me
sonrió.
Las monedas volvieron a sus respectivos álbumes.
Yo regresé al MMXXIV Anno Domini.
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